Cuando Amor Towles (Boston, 1964) tenía ocho años, lanzó una botella al mar con un mensaje dentro: «Espero que esta botella llegue a China». La nota, claro, incluía su dirección y un por favor que alguien me responda escrito como con sed de náufrago aburrido. Tiempo después, el niño recibió una carta muy adulta: «Señor Towles, lamento decirle que su mensaje no ha llegado a China». La firmaba un tal Harrison Salisbury, una de las grandes firmas del 'New York Times', un periódico que por supuesto aún no leía pero que mucho tiempo después hablaría de él. La correspondencia duró una década. —¿Qué se contaban?—Bueno, yo era un niño, así que… Recuerdo que una vez me preguntó que quería ser de mayor. Y yo le dije: millonario o presidente.Luego, por lo que sea, el crío empezó a escribir, más tarde se graduó en Yale, hizo su posgrado en Literatura Inglesa en Stanford y, en otra pirueta del destino, se pasó veinte años trabajando en la banca de inversión: ay. En 2011 publicó 'Normas de cortesía' (Salamandra, como el resto de su obra), una novela ambientada en los años 30 en Nueva York muy en la línea y vibración de Scott Fitzgerald. Le fue tan bien con las ventas que plantó su trabajo y se centró en la vocación, que acabó siendo más rentable. A ese título le siguió 'Un caballero en Moscú', la historia de un aristócrata ruso al que en 1922 condenan a vivir en un hotel, y la muy americana 'La autopista Lincoln', en la que unos adolescentes se hacían hombres en la carretera. Ya por entonces Obama se había declarado su fan (ahí estaba el presidente, tan cerca) y Bill Gates elogiaba sus novelas en su blog. Ahora Towles publica 'Mesa para dos', una colección de relatos donde destila su prosa elegante, como de cóctel mezclado pero no agitado y frases dignas de la una de la mañana: «Lejos quedan los días en que el mundo se dividía en mansiones y cabañas». Al otro lado de la pantalla aparece el escritor en su despacho, con los libros protegidos tras una vitrina para que no entre el polvo. Como su literatura. —¿Y qué le dijo Harrison de sus planes de futuro?—Me dijo: Amor, por experiencia te puedo decir que los millonarios valen muy poco, y un buen presidente es algo raro, así que espero que te centres en lo segundo [ríe]. Más tarde, cuando estaba en el instituto, yo era uno de los editores del periódico escolar y él estaba al final de su carrera. Así que me fui con unos compañeros a Nueva York, para entrevistarlo. Fue entonces cuando le conocí por primera vez. Hablamos sobre su vida como periodista en el 'New York Times'. Había sido el primer corresponsal del periódico en Moscú después de la Segunda Guerra Mundial…—El primer relato de 'Mesa para dos' sucede en Rusia durante la revolución, al igual que 'Un caballero en Moscú'. ¿Tiene algún fetiche con el paisaje comunista?—Bueno, la respuesta sincera no es tan interesante [y vuelve a reír]. Cuando estaba escribiendo 'Un caballero en Moscú', hay un momento en ese libro en el que un personaje que era un idealista pero ahora es un cínico observa una cola de gente en Moscú y comenta para sí mismo: este es uno de los grandes éxitos de nuestra revolución, ahora tenemos colas para todo, este es el gran invento de Lenin. Cuando estaba escribiendo esa escena, pensé: oh, esto es interesante, ¿te imaginas que hubiera una persona que no fuera muy buena en nada, pero que fuera muy buena haciendo cola? —Y le va fenomenal. De pronto Pushkin empieza a vivir en el mejor edificio de la ciudad. —Lo curioso es que estas colas que se formaban en Rusia en la década de 1930 se estaban formando también en Nueva York y en Estados Unidos en general por razones totalmente diferentes: por la Gran Depresión. De repente Estados Unidos se llenó de gente haciendo cola para sacar su dinero de los bancos, para conseguir un puesto de trabajo en una fábrica, para pedir pan en las iglesias. Y ahí tenías a los dos grandes imperios del mundo llenos de gente esperando en una fila [hace una pausa]. Hay algo muy humano en esa espera. En la sociedad moderna, en Europa, en Estados Unidos, en Asia, todos terminamos teniendo que hacer cola para las cosas más variopintas. Y cuando hacemos eso, la sociedad se nivela: de repente la persona que tienes delante y la que tienes detrás se convierte en tu igual. Pueden ser más ricos o más pobres, creyentes o no creyentes, de una raza u otra. Pero están ahí de pie, como tú, esperando para, yo qué sé, renovar el carné de conducir o pagar la compra o lo que sea. —En el segundo relato, 'La balada de Timothy Touchett', el trabajo también es una parte importante de la trama: un joven quiere ser escritor, pero no tiene una gran historia para contar; mientras la busca, descubre que falsificar firmas y dedicatorias de grandes autores es un negocio mucho más lucrativo que la literatura, así que aparca sus sueños y se centra en vivir mejor, en ascender socialmente. —Bueno, esa es una obsesión muy estadounidense, ¿no? Quiero decir, el ascenso social es un sueño global, pero durante cientos de años Estados Unidos fue el lugar donde esta promesa era más accesible para el hombre común. Y se ha creado toda una mitología alrededor de eso, una mitología que está ligada a la realidad de la sociedad americana: es nuestra odisea. No hablo solo de un pobre tratando de hacerse rico, esa es la gran versión del mito, sino de gente intentando vivir algo mejor: de un hombre que quiere mudarse a ese barrio que es un poco más caro que el suyo, y donde hay menos tasa de criminalidad y el parque es más bonito y los restaurantes son mejores. Esto sucede todo el tiempo. Para los estadounidenses hay una constante: todo el mundo se está moviendo ligeramente hacia arriba o ligeramente hacia abajo. En todo momento. Y eso afecta a su identidad, a su felicidad, pero también a su brújula moral, a lo que creen que está bien o mal, a cómo ven el mundo. Nueva York [tose, se le ve algo constipado] es el gran centro de esta dinámica. Ahí tenemos a Jay Gatsby, que encarnó esta obsesión. Y Hollywood es una versión diferente del mito. Ahora tenemos Silicon Valley, que se ha convertido en otro centro. —¿Hasta qué punto el éxito altera la moral? —Ocurre de muchas formas, y de maneras que no siempre son obvias. A medida que nos adaptamos a nuestras oportunidades, a nuestras necesidades, a nuestra pareja, a los deseos de nuestra mujer o nuestro marido, eso afecta a lo que hacemos y eso, al final, influye en lo que pensamos que está bien y lo que está mal. Por ejemplo, la crisis financiera de 2008 comenzó en gran parte porque en los equipos de las grandes corporaciones estaban creando hipotecas de baja calidad, empaquetándolas y revendiéndolas. Y se estaba pidiendo dinero prestado sobre la base de todo esto... Eso nos llevó al colapso global: se destruyeron bancos y se destruyeron vidas y fue un caos. Pero en el fondo, todo se reduce a individuos tratando de conseguir su bono, tratando de impresionar a su jefe emitiendo otra hipoteca o vendiendo otra casa o vendiendo otro bono, quizás para comprarse un piso nuevo, en un barrio mejor. Esa suma de pequeños individuos haciendo pequeñas cositas que eran marginalmente inmorales acabó detonando la crisis. Ninguno se paraba a ver las implicaciones morales de lo que estaban haciendo, qué podría pasar a largo plazo, si estaba bien o no vender tal o cual producto financiero. —Le cito: «No hay nada a lo que un ser humano se adapte más deprisa que a la mejora de su nivel de vida».—[Asiente]. Ahora está ocurriendo lo mismo con las redes sociales y la inteligencia artificial. Hay un montón de gente haciendo pequeñas mejoras para cumplir los objetivos de su contrato y así conseguir un bonus. Piensan: si hiciéramos esto captaríamos mejor la atención, y si cambiáramos esto otro mejoraría el tiempo de permanencia, y con este botón aquí, en lugar de ahí… Y de repente la tasa de depresión entre adolescentes llega a niveles nunca antes vistos. Y ya no hay manera de detener esa tecnología. —Muchos de los relatos de 'Mesa para dos' giran alrededor del dinero. Da la sensación de que es un elemento central no solo en este libro, sino en toda su obra. —Lo es, lo es. El dinero está en el fondo de todas esas ambiciones de ascenso social. Pero además, a mí me encanta el poder metafórico de la moneda, que es algo muy similar a las palabras, a las lenguas. Cada sociedad tiene una lengua igual que tiene una moneda. Y esa moneda se usa para crear cosas y para engañar y para inventar, igual que las palabras. En 'El denario del sueño', Margaret Yourcenar cuenta la historia de un atentado antifascista en la Roma de Mussolini a través de una moneda de diez liras que va pasando de mano en mano: alguien deja una propina en un restaurante, un camarero se compra un café con esa moneda… Eso es el dinero, algo que se mueve de forma silenciosa. En el cuento de Finnegan, el narrador dice: «Como el viento que hace girar un molino, el dinero surge de la nada, pone en marcha la maquinaria y desaparece sin dejar rastro» [en ese mismo cuento, unas líneas antes, escribe: «El dinero borra el pasado, asegura el futuro y levanta barreras que separan a sectores enteros de la sociedad durante siglos»].—Cada cuento es un mundo, una época, un tono, un punto de vista. ¿El relato es una escuela del estilo?—Llevo escribiendo cuentos desde que era niño. Y sí, es una parte fundamental de la formación de un narrador. Empiezas escribiendo historias cortas porque es la forma más fácil de dominar el oficio. Por ejemplo, el tono es un elemento del oficio. Y el tempo es un elemento del oficio. La calidad poética de los párrafos es un elemento del oficio. ¿Eres breve y directo sin florituras, como Hemingway? ¿O eres elaborado, florido y metafórico como Proust? Es una elección. Como escritor joven, lo que realmente quieres es experimentar con el mayor número posible de formas diferentes de abordar el tempo, el punto de vista, el tono, la poética y la temática. Y la mejor manera de hacerlo es a través de relatos cortos. Porque si intentas hacerlo con novelas tardarías tres años en realizar cada experimento y al final no aprenderías tanto. Porque en ese mismo tiempo, tres años, puedes escribir veinte relatos cortos, puedes probar muchas cosas y empezar a mejorar en ellas. En 'Mesa para dos', por ejemplo, me interesaba mucho el punto de vista. Cambiar la perspectiva de la historia para cambiar la historia. Por ejemplo, que el narrador sea la mujer del protagonista, en lugar del protagonista mismo, o el novio de la hijastra del protagonista. La mirada altera el corazón de la historia. Su significado. —Por cierto, en 'La balada de Timothy Touchett' Paul Auster juega un papel muy importante, porque es él quien detona la historia. ¿Qué relación tenía con él? ¿Llegó a conocer este relato?—Nunca conocí a Auster, pero siempre lo he admirado como escritor, sobre todo por la 'Trilogía de Nueva York'. Yo necesitaba a un autor vivo para mi cuento, que se ambientaba en los noventa, necesitaba un escritor al que le falsificaran la firma. Pensé en Tony Morrison, pensé en Philip Roth, pero ninguno encajaba. De pronto, se me iluminó: ¿y si fuera Paul Auster? Y era perfecto, con el tema del impostor, del doble. Obviamente, él estaba vivo cuando escribí el cuento. Cuando se publicó, un amigo común le dijo: «Oye, ¿sabías que sales en la nueva colección de cuentos de Amor Towles? Él no tenía ni idea, claro, pero dijo que quería escuchar el cuento. Ya estaba en una etapa en la que ya no podía ni sostener un libro. Entonces, mi amigo me pidió que le enviara mi libro en formato digital, y así lo hice. Él se lo envió, pero Auster murió al día siguiente. No pudo leerlo, pero fue bonito que pidiera verlo, escucharlo. Es un final agridulce para esta historia. —Incluso en los desenlaces fatales, el libro desprende un gran cariño por los personajes, una cierta indulgencia. En 'El traficante', la narradora es la mujer del protagonista, un hombre de éxito a veces insoportable. En un momento del cuento, ella interrumpe el relato para decir: «Antes de continuar, quizá debería mencionar que quiero mucho a Tommy».—Bueno, soy una persona bastante optimista [y sonríe], aunque puedo escribir historias oscuras, claro. Hay mucha desgracia humana en 'Un caballero en Moscú', y en 'La autopista Lincoln' la mitad de los personajes acaban muertos, pero aun así me interesa tener un enfoque humano de la narración [deja un silencio]. Lo que me interesa es la profundidad del personaje. No quiero a alguien que sea buena o mala persona, alguien tímido o codicioso. Lo que quiero es que la narración revele el cambio del comportamiento humano según las circunstancias. Porque la realidad es que todos tenemos la capacidad de experimentar casi cualquier emoción humana. La realidad es que no somos tímidos ni atrevidos. Somos personas que en algunas circunstancias sentimos timidez y en otras seguridad y en otras somos honestos y en otras mentimos. Cambiamos constantemente, y me gusta que esto le ocurra a mis personajes. Porque esas contradicciones son profundamente humanas. Y esto, paradójicamente, puede llevar a que el lector tenga una actitud más indulgente hacia un pecador y más crítica hacia el héroe de la historia. —El libro es, también, la historia de dos ciudades: Nueva York y Los Ángeles. ¿Son dos maneras diferentes de ver el mundo?—Creo que hay algo de eso, pero lo que me interesaba es que Nueva York y Los Ángeles son más que dos ciudades: son mitos, y no solo para los estadounidenses, sino para todo ciudadano del mundo entero. Cualquier persona puede imaginarse Hollywood, la vida en los estudios, esos atardeceres en California, porque son los sueños que Estados Unidos ha estado exportando al resto del mundo durante cien años a través de los musicales, el cine negro, los wésterns, etcétera. Con Nueva York ocurre algo similar. Cualquier persona sabe lo que es el Empire State Building, cualquier persona sabe lo que es ese sentido de la verticalidad de la ciudad, saben cómo es su multiculturalidad: millones de personas de todo el mundo compartiendo ciudad, buscando allí sus sueños, dando rienda suelta a su ambición, todos a la vez; una ciudad llena de arte, de música, de comida de cualquier parte. Y es una ciudad con una larga tradición de contarse a sí misma, de describir ese caos a través del cine, de las novelas, de los periódicos. Es muy divertido jugar con esa tradición.
Publicado el 05-09-2024 16:56
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